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Rafa Nadal. (Foto: AP)

Rafa Nadal. (Foto: AP)

27 de julio.- Los datos son elocuentes. Rafael Nadal lidera confortablemente la Carrera de Campeones, la que computa los resultados del año en curso; ha ganado más torneos que nadie esta temporada, siete, tres de ellos Masters Series; es el campeón vigente de Roland Garros y Wimbledon y lleva 29 victorias consecutivas (39 en los últimos 40 partidos).

El hecho de mostrar su autoridad en el Grand Slam de la arcilla y en el de la hierba resultaría, a juicio de muchos observadores, mérito suficiente para tomar el número uno del mundo. No lo estima así el método de computación de la Asociación de Tenistas Profesionales, que se construye desde la valoración del rendimiento en el ejercicio precedente. Roger Federer tiene 12 títulos del Grand Slam y tal vez se encuentre aún a tiempo de atentar contra los 14 que ostenta Pete Sampras, convirtiéndose así en el tenista más laureado de la historia.

Se trata de un jugador excelente, un gozo para la vista, una raqueta tal vez irrepetible. Ahora bien, su continuidad en lo más alto se antoja harto ficticia. Sin un solo 'grande' en lo que va de año, sin un solo Masters Series, con Estoril y Halle como única cosecha, con 10 derrotas a las espaldas, ofreciendo síntomas muy serios de abdicación, el suizo encarna ahora la imagen de un perdedor.

Parece incluso chocante verle aún en determinados anuncios, al lado de otros grandes del deporte que mantienen toda su vigencia. El espectador, el consumidor, tiene muy a mano la estampa doliente del genio humillado en la final de Roland Garros, el rostro dolorido del pentacampeón destronado en Wimbledon, el gesto resignado del favorito que cae a la primera en Toronto ante un tal Gilles Simon (con todos los respetos para el a la postre dignísimo semifinalista). Nadal, por el contrario, representa la pujanza, el triunfo de la combatividad, la vitola de invencible, la progresión constante, el semblante de un venturoso porvenir, la efigie ya perfectamente tallada del auténtico número uno.

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