El Mundo - Sin red
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03 ABR 2010 00:34
Hay una pelota, con 4-3 para Andy Roddick en el tercer set, servicio del estadounidense y deuce, que explica muchas cosas. Rafael Nadal venía de un passing reciente, que provocó uno de sus pocos gestos encorajinados, tan abundantes, hasta el exceso, en la confrontación de cuartos contra Tsonga. Roddick, como es lógico, ya no era el jugador imposible de mediados del segundo set e inicios del tercero, el que dio la vuelta al partido con máximo riesgo y máximo acierto, después de hacer sentir al español, a lo largo de toda la disputa, que iba a pasar cuantas pelotas pudiera, que esta vez no sería el ejecutor apresurado e iracundo que se desespera cuando no acierta con los dos o tres primeros disparos.
En esa bola de la que hablamos ambos jugaron con cautela, llámenle cautela, prudencia o, para ser más exactos, miedo. No hace demasiado, con otro bagaje de éxitos, Nadal seguramente habría afrontado el punto con mayor determinación, haciendo retroceder al contrario, tirando de sus mejores recursos. La sensación al otro lado de la cinta tal vez también hubiera sido otra, la del Nadal fiero, infranqueable, valiente, que sabe matar y nunca muere. Ahora ya no es así. El enemigo también percibe los signos de debilidad, los golpes que él mismo se propinó en las piernas en uno de los descansos, los monólogos entre punto y punto que recordaban al gran Boris Becker cuando las cosas se le torcían, el desierto en su cosecha de los últimos 11 meses, las dudas (Murray, Davydenko, Ljubicic)...
Esa pelota, la del 4-3 y deuce en el tercero, la envió Nadal a la red, tras un diálogo entre murmullos, de voces trémulas. No era el punto más importante, sí un signo, la manifestación palpable de un estado de ánimo.